lunes, 29 de junio de 2009

El hombre de la boina y el violín


Munich, 8 julio de 2007

Anoche, al volver de un caro festín en una cara cervecería extranjera, pasamos por la puerta de un fast food, y encontramos, la cabeza gacha y la mirada triste, al hombre del violín que habíamos visto aquella misma mañana. Seguía en su idéntico rincón, tras un largo día de frío, pero en aquel momento ya no tocaba, solamente miraba al suelo, pegaba patadas al aire, arrugaba el labio inferior en una entrañable mueca que imitaba un puchero infantil.

Me superó la escena de "el hombre de la boina y el violín": el pobre alemán, o vete tú a saber de dónde venía aquella mirada triste, o dónde habría aprendido a tocar ese ingrato instrumento que le habría dado de comer en alguna ocasión, tal vez en aquella misma esquina. Sin embargo ya no tocaba. Bajaba el escalón escudriñando la punta de sus zapatos y anudando algún tejido, alguna fibra en mi estómago; algo tuvo que tocar ahí dentro para grabarse tan profundo en mi cabeza; tan, tan, tan triste resultó aquel fortuito encuentro que no puedo dejar de pensar en él; tan casual y tan insignificante, que en mi mente parece algo maquinalmente forzado.

No sé si merece mi compasión, ni siquiera si la desea o si yo despierto la suya. Es un músico, tal vez, pero aceptó agradecidamente aquellas dos monedas que se le dieron por lástima cuando ya no tocaba, y puede que eso le convierta en un mendigo. Dudo que aspirase a ello cuando aprendía a tocar el violín.
Ni siquiera recuerdo haberlo visto por la mañana. Sería seguramente, un músico ambulante más del montón de miradas tristes con las que se podría conmover a muchos. Pero a mí me arañó un poco el alma el hombre de la boina, la mirada caída y el violín mudo y cansado, un músico convertido en mendigo, que dejó de tocar y recibió su primer sueldo.

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