domingo, 13 de septiembre de 2009

El último paseo

Antes, cuando creía que su fuerzas ya estaban apurando el final del vaso, se levantaba tarde y lo hacía todo con calma. No tenía prisa por llegar al aseo donde, bajo la supervisión de cualquiera de sus niños, mojaba un algodón en un vaso y se limpiaba los ojos con una precisión de relojero. Se ponía la dentadura tranquilamente, y se engañaba a sí misma haciéndose creer que se peinaba con las yemas de sus dedos anquilosados. El espejo le hacía un guiño cruel, y ella le devolvía una mueca resignada. "Este es el último paseo", solía decir, y emprendía su pausada marcha encaramada al tacatá.
Ahora que ya sabe que el final del vaso no es más que un agujero, nunca despacha el sueño. Duerme más de lo que le apetece, poniendo a prueba, sospecho, su capacidad para despertar. Se ha rendido ante las insistentes ofertas de ayuda, y sin darse cuenta se ha convertido en la inválida que siempre se negó a ser. Ahora es el mismo tacatá, su antiguo compañero de andanzas, el que la mira desde un rincón con ese gesto suplicante que sólo vemos en las cosas que ansiamos. Y ella sigue devolviéndole su ademán de infinita resignación, mientras intenta acordarse de lo que ha desayunado.
Sigue usando, ritualmente, el algodón para limpiarse la cara, pero ahora lo lleva siempre en la mano, y se frota insistentemente el ojo ya casi seco. Y a veces, cuando se distrae, no reconoce a quien tiene delante, y eso le da mucha vergüenza. "Las cosas del último paseo", se consuela ella, y en ese momento vuelve a acercarse el algodón a las pestañas, húmedas esta vez, y un reflejo me insinúa que se le ha escapado una lagrimita.
"Para dar el último paseo, ¡una tiene que ponerse en marcha, abuela!" Ella me mira y sonríe para sí, promete poner de su parte, y yo prometo llevarla en brazos si no le llegan las fuerzas. "¡Acabo de acordarme! esta mañana he desayunado fruta".