jueves, 27 de agosto de 2009

Por unos momentos

Cuando la veía fuera de su propio hábitat, llevando un disfraz de ropa y camuflada en su falso recatamiento, podía encontrarle un destello de atracción. Si se acercaba a mí, y y me dejaba olerla, subía un peldaño más y empezaba a descubrir en su figura perfecciones y vértigos jamás imaginados, tan sólo con su aroma. Ella entonces rozaba mi mano, o mi hombro, con su propia piel descubierta, con esa gasa que cubría sus delicadas curvas y me trasladaba a otro hemisferio de sentidos. Con un contacto tan temprano ya podía empezar a garabatear en mi imaginación palabras bonitas para ella.
Hasta aquí era yo un ser humano, nada más. Atracción real, fijación tangible, fácil de entender, en definitiva. Pero al flanquear el umbral de su desnudez, todo raciocinio quedaba automáticamente descalificado.
Ya no era yo, el ser humano corriente atraído por una dama; me transformaba en un hombre machacado por una obsesión casi enfermiza, la de poseerla a toda costa, y al mismo tiempo ser dueño de los versos más selectos que poder susurrarle sin pausa. Y a pesar de lo mucho que lo negaba después, la amaba con todas mis fuerzas cuando el deseo me hacía entregarme por completo a ella. Solamente entonces dejaba de ser una mujer más, para convertirse en mi musa, en aquella que me hacía desear, por unos momentos, regalarle la totalidad de mi existencia.
Unos minutos duraba aquel amor ciego y descontrolado, y después, silencio. Se encogía sigilosamente y volvía a su tamaño real. O al más irreal de todos, qué se yo. Conforme se alejaba de mí su esencia, perdía también mi sumisión a ella.
Por eso siempre supe que no sería capaz de quererla a tiempo completo, pero ¿quién puede decir que aquel amor, limitado a la brevedad de los cuerpos, fuese inferior a cualquier otro? ¿Por qué para amar de verdad uno debe hacerlo todo el tiempo? Puedo jurar que la intensidad de sus minutos compensaba con creces la ausencia de sus horas, y para mí aquello siempre fue más importante que cualquier promesa de envejecer juntos.

lunes, 24 de agosto de 2009

Segundos

Si tuviese solo un segundo no lo dudaría en absoluto.
Si supiese que sólo tiene un segundo todo sería dejarse empujar.

No sabe reconocerme en un reflejo ajeno, conoce esa limitación. Y jamás sabrá, porque ese es su papel y es el único que ha memorizado. No puede fingir que hay tiempo cuando martillea ese tic-tac insolente sobre su nuca, y tampoco que todo está ya perdido y no importa un golpe más. ¿No lo ves? No queda poco tiempo, ni mucho ni demasiado, queda la vida entera. Sin embargo, si fuera sólo un segundo, qué fácil sería colocarlo entre unos dedos conocidos.

Con o sin fronteras

Tal vez debería arrepentirme de comportarme, a veces, como el ser humano primitivo del que intentó alejarme mi buena educación. Debería, quizá, pedir perdón por el daño que mis instintos pudieron causar al resto; incluso puede que también fuera necesario enmendar mi error, no lo discuto. Pero el remordimiento, caballeros, también ha de tener un límite y hemos de trazarlo con perspectiva. Lamento el dolor, la rabia y el llanto que vinieron luego, pero lo otro... como animal, como persona, me veo incapaz de tachar lo otro.
El placer no merece rozar el arrepentimiento.

lunes, 17 de agosto de 2009

Abstinencia irremediable

Cada vez que encendía un cigarrillo se acordaba de otros labios perfilando aros de humo, así que dejó de fumar.
También abandonó el alcohol, porque le hacía rememorar bonitas borracheras de un pasado en compañía. Cansarse y sudar a causa de cualquier ejercicio sin abrazos le resultaba banal e improductivo, así que decidió no practicar más deporte.
Cuando intentaba dialogar con otras personas, la conversación le mareaba, le llenaba la cabeza de ecos de antiguas charlas de dos, por lo que dejó de hablar. Y puesto que cualquier sabor le parecía intensamente insípido al compararlo con el de otra boca, también dejó de comer.
Y así, mudo, escuálido y olvidado, su recuerdo murió aferrado a su memoria, por culpa de su memoria.