sábado, 25 de agosto de 2012

Cómo dejar de pensar

Al final de la jornada, ella era la que llegaba a casa enfadada, indiginada, triste. Daba igual si el problema se solucionaba después o no, el daño mayor ya estaba hecho. Él la reprendía con la dulzura de siempre, intentaba acariciar sus nervios y poder así estremecer un poco su sentido del humor. Le decía "qué más da" y cambiaba de postura, o le prometía solucionarlo todo él. Ella envidiaba su capacidad de distancia, su temple, aquella sonrisa indiferente ante los obstáculos y los tropiezos. Sabía que él llegaría a cumplir cien años, y que era mucho más feliz que la mayoría sin tener motivos reales para serlo. Él no era tan consciente de su don, tal vez porque nunca había pasado una noche en blanco. Tal y como lo veía, tu preocupación es un problema añadido al problema que ya tienes. "Al fin y al cabo, todo termina por arreglarse, ¡seguimos vivos!". 
Tampoco le gustaba discutir. Lo hacía en raras ocasiones, evitando el enfrentamiento, porque le delataba, y su careta era su mejor arma. Eludía los conflictos por saberse vencedor sólo con tener la elegancia de evitarlos. 
Ella estaba convencida de que escurriría su vida para intentar que siquiera un ápice de sí misma se asemejara a su compañero de todo; era del mismo modo consciente de que a pesar de sus esfuerzos, jamás lo conseguiría. Eran tan distintos que ambos estaban seguros de que no había en el mundo un candidato mejor a compartir sus días; solamente en esto los dos pensaban igual.


25 de marzo

La piel puede enviar un mensaje mucho más sólido que cualquier imagen. Me acerco a ella, la miro y oigo cómo aún respira. Con más dificultad cada vez, con la boca ya seca. Me acerco, le acaricio la frente, y se me anegan los ojos de pronto. Noto que está ahí, puedo palpar su vida y cómo se escapa sin remedio en cada bocanada de aire ya áspero y ronco. La toco y comprendo que aún está luchando, que no ha dejado de hacerlo; que tiene medio, y que se niega a marcharse.  Está sufriendo, tal vez sin dolor, pero su fiereza superviviente le impide irse en paz. Y pienso entonces que cien años fueron tal vez pocos para una mujer tan firmemente aferrada a la vida.

Me he acostumbrado a verla recomponerse y no termino de convencerme de que vaya a marcharse de verdad. Estos últimos días no son sino el colofón más fiel a toda una vida de silenciosa supervivencia. La mujer que más envejeció y que jamás enfermó no podía alejarse de un revés cualquiera como una vulgar pasajera del mundo. Amó la vida y supo vivirla a su medida, le sobraron tal vez los últimos alientos de agonía, pero en su lecho de muerte demostró que no fue nunca su intención dejarnos.

Buen viaje, abuela.

Duerme, piensa, calla

Ella respiraba suavemente contra el cojín, y el aire caliente de sus pulmones rozaba el muslo desnudo de él. Algunos mechones de flequillo rubio bailaban la música de su respiración. Nariz, flequillo, almohada, pierna. Ese aire que le daba vida a ambos: a ella para respirar, a él para suspirar por ella.
Ya quedaba atrás el arranque de furia de las horas pasadas, dormía ahora sobre el regazo de él como si la tarde no fuera más que una balsa de quietud y tiempo. "Nunca haces nada por mi" resonaba aún en la cabeza de él. Ahora ya no había color en la cara de ella, y sus ojos cerrados no dejaban ver la decepción y el reproche de antes. Las manos de él ya no sudaban.
Hacía rato que dormía, y él no se había movido. Ella descansaba tras el berrinche y él pensaba en cigarrillos.Tenía un paquete entero sobre la mesa, justo delante del sofá. También había un mechero, unas galletas, y el mando de la televisión. El aparato hacía sonar una canción horrible de Amaia Montero (es decir, una cualquiera). Tenía hambre, además. Por desgracia, para alcanzar la mesa tendría que moverse, y echar a perder sin remedio la entrañable postura en la que ahora él le servía de colchón. Sabía que no se movería hasta que ella despertase, y que ella despertaría y no se daría cuenta, pero eso era lo de menos. "Nunca haces nada por mi", lo había dicho como lo sentía, como si lo sintiese de verdad. Él aún no estaba listo para despedirse del calor de su respiración en la pierna. Quería un cigarrillo, una galleta, y quería cambiar de canal. Pero por encima de todo, quería demostrarse que aquella frase no era cierta.

Deudas

(En Granada, por fin, 8 meses después del naufragio)


No es nada nuevo ni original que la pena arrastra más inspiración que la alegría. Uno no siente la necesidad de lanzarse a la desesperada al diálogo con las letras cuando le sonríen los días. Yo me he dado cuenta de que no soy diferente, de que en todo caso sirvo, como mucho, para ser una escritora desgraciada y lánguida, pero prefiero (y lo dejo por escrito) renunciar a lo que más me fascina en virtud de lo que más me enamora. 
Por la presente, renuncio a las baladas de invierno, a los poemas sin nombre, a las canciones de amor desesperadas, a las elegías, a las coplas y a los cuentos de nostalgia. Reniego de esa parcela de las palabras en la que las frases tristes se enlazan casi sin quererlo, en las que la tinta se emborrona (más allá de las metáforas) con las lágrimas del autor. Es fácil rasgar el papel en esas condiciones, en sencillo cuando uno siente que no tiene nada más.
Pero no: hoy quiero desterrarlo de mi prosa, y bien sabéis que adoro las cosas simples. A pesar de todo, lo repudio con el asco y la vergüenza que ayer componían mi caligrafía. No quiero más literatura a ese precio. Prefiero (¡y lo dejo por escrito!) abrazarme a la rima oblicua y aburrida de quien escribe por gusto, por inercia, y no por necesidad. Prefiero, en definitiva, no necesitar ahogar mi pena en sonetos, Prefiero, y quién no, ser una escritora muda, y callar así mi dicha.
Tal vez ahora, sin más remedio, tenga que empezar a creer en dios.