miércoles, 13 de noviembre de 2013

Carta a Emilio Botín


Ay, Emilio, cada vez que abres la boca se marea la diplomacia.

Tampoco sería justo culparte sólo a ti, en un país de rancia oratoria y discursos llenos de nada. Ni a tu dinastía soberana, inmune al mal de amores, la gripe común y el dolor de espalda. No tenéis toda la culpa de que no os hayan enseñado a hablar. Sólo puedo imaginar que tu habitual audiencia conoce la elevada jerga en la que te comunicas. El resto del común de los mortales (los que saben de memoria el crédito de su cuenta corriente, los que calculan de cabeza el precio final de las etiquetas en rebajas) no oye más que carcajadas sordas entre mejillones y puros habanos. No te entienden.

Tú sustentas tus palabras con cifras irrefutables, la bolsa y los números te hacen reverencias y eres un triunfador en el mundo de la moneda. Arrastras premios internacionales y portadas de The Banker como latas en un coche de bodas. Dudo que exista un solo español que no envidie tu gruesa cartera o tu interminable agenda de teléfonos; a quién queremos engañar, eres bueno en lo que haces. Por lo que respecta a gestión empresarial y política comercial, eres mejor que casi todos, y desde luego mejor que yo. Pero no sabes hablar. Y en eso, por lo menos, te saco bastante ventaja.

Sé bien que no es a nosotros a quien te diriges, ni es la calderilla de nuestras mustias carteras la que, según afirmas, entra a espuertas en nuestro país. Pero olvidas que aquí te ven, te leen, te sufren. Cuestionan tu verdad, que seguramente exista en un universo paralelo de clase banquera e inversiones, pero está tan lejos de nuestras calderas rotas que resulta más que insultante. No te permitas el lujo de jugar con las palabras de todos, Emilio, porque no las sabes emplear. Tal vez cuando inventen una lengua franca para que habléis de dinero quienes no lo necesitáis podrás quitar hierro a la miseria ajena. Hasta entonces, te pido respeto por mi herramienta de trabajo, que manejo con la misma maestría que tú cuentas billetes: la lengua.


Estoy a tu disposición si necesitas revisar discursos.

Un cordial saludo.

Desde arriba

Cuando vivíamos en las alturas, en el límite del vértigo, ¿éramos entonces más sabios que ahora?
Sabíamos, desde luego, no aferrarnos a promesas de otros, a ejemplos insípidos de una vida aún inconclusa, a lo que la norma dicta para los jóvenes, y para los no tan jóvenes. Sabiamos que las enseñanzas del maestro hay que escucharlas, digerirlas y olvidarlas, sólo para volver a recuperarlas tras haber cometido el error, ¡y vaya si lo cometíamos!
No nos daba miedo sacrificar la felicidad de otros, ¿es eso sabiduría? Egoísmo, narcisismo, crueldad, dirán los viejos, ¡pero también honestidad! Yo no quiero ser infeliz para no oír tus lamentos, tan sólo tengo que intentar evitar los míos. Que no me duela querer, que no me culpe dejar de hacerlo. Que no me haga daño lo que antes me hizo bien.
Conocíamos los trucos infalibles y los remedios caseros para el dolor de conciencia. Aún no sabíamos fingir que habíamos dormido toda la noche, o estudiado todos los temas, o amado hasta el final. Y no nos permitíamos el lujo de prometer que lo haríamos en el futuro. 
Cuando dormíamos en sábanas usadas éramos más nobles, más auténticos. Descubríamos sin curiosidad ni prisa el sentido de la responsabilidad, la eludíamos y la machacábamos hasta convencernos de que nunca nos alcanzaría. Cambiábamos de casa, de ideas, de pareja y de orientación sexual, ¡nada dolía tanto como lo estático! Y nada era tan grave como parra arruinarnos la vida, al menos no todavía.

Nos cuentan ahora que hemos aterrizado, que ya no sobrevolamos nuestros tejados sino que habrá que empezar a madrugar para conservarlos. ¿Y qué hay de toda esa sabiduría inexperta, casi virgen? Habremos de olvidarnos de la verdad no adulterada, del simplismo. Del adjetivo sin matices. Pero por mucho que nos abrochen los cordones al cemento podemos seguir mirando hacia arriba. Acaso una vez de cada mil, solamente, cuando no nos baste con la infalible enseñanza del maestro. Cuando necesitemos, en fin, sabiduría de la de antes.