miércoles, 25 de mayo de 2011

Monumento al movimiento


Había una figura que contenía el aliento y hacía levantarse el telón. Se movía como el fuego, que se desliza y resbala sobre la oscuridad fija, que ciega y abrasa la retina del público sin dejar por un momento de atraer. Era hipnótico su ritmo, su pasión, su balanceo. Era más que una escultura renacida, era una obra de arte con una vida tan fugaz como su actuación.
Las pestañas del patio de butacas no se atrevían a dejarse caer. Tenían miedo a perderse un instante de deleite, a que se les escapase un golpe de cadera, una torsión imposible, un giro perpetuo o algún otro truco mágico que tuviera escondido la bailarina. Querían contemplar cómo parecía volar, cómo se deshacía en vapor de agua y gasa. Ella nacía y moría en cada movimiento, sin envejecer jamás. Era un trance de agilidad y frescura, de telas y luces derritiéndose al compás.
Nadie habría sabido dejar de mirar, nadie lo habría hecho hasta el inoportuno y trágico final de la canción. Entonces el hada de pies invisibles, ya sin melodía y de nuevo humana, se dejaba arrastrar por una fuerza egoísta y terca que la sacaba de escena.
El aplauso, a estas alturas, era ya lo de menos.