sábado, 25 de agosto de 2012

Cómo dejar de pensar

Al final de la jornada, ella era la que llegaba a casa enfadada, indiginada, triste. Daba igual si el problema se solucionaba después o no, el daño mayor ya estaba hecho. Él la reprendía con la dulzura de siempre, intentaba acariciar sus nervios y poder así estremecer un poco su sentido del humor. Le decía "qué más da" y cambiaba de postura, o le prometía solucionarlo todo él. Ella envidiaba su capacidad de distancia, su temple, aquella sonrisa indiferente ante los obstáculos y los tropiezos. Sabía que él llegaría a cumplir cien años, y que era mucho más feliz que la mayoría sin tener motivos reales para serlo. Él no era tan consciente de su don, tal vez porque nunca había pasado una noche en blanco. Tal y como lo veía, tu preocupación es un problema añadido al problema que ya tienes. "Al fin y al cabo, todo termina por arreglarse, ¡seguimos vivos!". 
Tampoco le gustaba discutir. Lo hacía en raras ocasiones, evitando el enfrentamiento, porque le delataba, y su careta era su mejor arma. Eludía los conflictos por saberse vencedor sólo con tener la elegancia de evitarlos. 
Ella estaba convencida de que escurriría su vida para intentar que siquiera un ápice de sí misma se asemejara a su compañero de todo; era del mismo modo consciente de que a pesar de sus esfuerzos, jamás lo conseguiría. Eran tan distintos que ambos estaban seguros de que no había en el mundo un candidato mejor a compartir sus días; solamente en esto los dos pensaban igual.


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