
El tren se pone en marcha con energía, tambaleando en su primer impulso los cuerpos de trapo de sus pasajeros. Casi vacío, el vagón se sumerge en las minas de asfalto, escurriéndose bajo los pies de la ciudad aún medio dormida.
A veces, me siento como un fantasma entre tanta algarabía de rostros sin nombre. Bajo tierra somos todos iguales, imperturbables, vacíos. Me desplazo entre la gente como este tren bajo la urbe: soy casi imperceptible. Proyecto mi atención dispersa en cada nuevo alto del camino, por el que navego mecánicamente, como un ciego que se agarra a la correa de su labrador. Y contengo la respiración -y la consciencia- hasta el momento en que vuelvo a asomar la cabeza a la superficie y puedo, por fin, respirar.
Magistral despliegue de sensaciones.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarPero aun asi sigues siendo que eres, Lidia
ResponderEliminarAcabas de describir perfectamente mis mañanas madrileñas... algún día te contaré el lado bueno :)
ResponderEliminar