domingo, 18 de octubre de 2009

Filarmonía

Caminaban los dos ya sin prisa, exhaustos, rendidos al día, pero cercanos. La pendiente del pavimento ayudaba a sus pasos a dejarse llevar calle abajo, sorteando peatones, evitando tropiezos y esquivando las miradas de vendedores ambulantes y mendigos. Uno de ellos, sin embargo, provocó una interferencia en la comunicación de ambos. Durante un par de segundos, quizá tres, ella le hablaba de cualquier menudencia pero él no la escuchaba. Un acordeón reemplazaba sus palabras. O más bien se entremezclaba con el timbre de su voz, la melodía se fundía con la ligereza de sus sílabas, ya difusas, evaporándose en el aire. Así se lo pareció a él.
Regresó al discurso de su interlocutora y se rindió a la inercia de las calles empachadas de sábado. De alguna manera, no obstante, el acordeón seguía tiznando su paseo. Aminorando el paso, rebuscó en su bolsillo izquierdo, frenó en seco y dio media vuelta. A ella no le importó ver su crónica interrumpida sin disculpa, la escena suplente bien lo merecía. Él desandó con calma cansada los escasos metros que lo separaban del músico, le dio una moneda, y volvió sin más teatro ni excusa al lugar desde donde su acompañante, a punto de retomar la conversación, lo miraba embelesada.




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