Cuando la veía fuera de su propio hábitat, llevando un disfraz de ropa y camuflada en su falso recatamiento, podía encontrarle un destello de atracción. Si se acercaba a mí, y y me dejaba olerla, subía un peldaño más y empezaba a descubrir en su figura perfecciones y vértigos jamás imaginados, tan sólo con su aroma. Ella entonces rozaba mi mano, o mi hombro, con su propia piel descubierta, con esa gasa que cubría sus delicadas curvas y me trasladaba a otro hemisferio de sentidos. Con un contacto tan temprano ya podía empezar a garabatear en mi imaginación palabras bonitas para ella.
Hasta aquí era yo un ser humano, nada más. Atracción real, fijación tangible, fácil de entender, en definitiva. Pero al flanquear el umbral de su desnudez, todo raciocinio quedaba automáticamente descalificado.
Hasta aquí era yo un ser humano, nada más. Atracción real, fijación tangible, fácil de entender, en definitiva. Pero al flanquear el umbral de su desnudez, todo raciocinio quedaba automáticamente descalificado.

Ya no era yo, el ser humano corriente atraído por una dama; me transformaba en un hombre machacado por una obsesión casi enfermiza, la de poseerla a toda costa, y al mismo tiempo ser dueño de los versos más selectos que poder susurrarle sin pausa. Y a pesar de lo mucho que lo negaba después, la amaba con todas mis fuerzas cuando el deseo me hacía entregarme por completo a ella. Solamente entonces dejaba de ser una mujer más, para convertirse en mi musa, en aquella que me hacía desear, por unos momentos, regalarle la totalidad de mi existencia.
Unos minutos duraba aquel amor ciego y descontrolado, y después, silencio. Se encogía sigilosamente y volvía a su tamaño real. O al más irreal de todos, qué se yo. Conforme se alejaba de mí su esencia, perdía también mi sumisión a ella.
Por eso siempre supe que no sería capaz de quererla a tiempo completo, pero ¿quién puede decir que aquel amor, limitado a la brevedad de los cuerpos, fuese inferior a cualquier otro? ¿Por qué para amar de verdad uno debe hacerlo todo el tiempo? Puedo jurar que la intensidad de sus minutos compensaba con creces la ausencia de sus horas, y para mí aquello siempre fue más importante que cualquier promesa de envejecer juntos.
Unos minutos duraba aquel amor ciego y descontrolado, y después, silencio. Se encogía sigilosamente y volvía a su tamaño real. O al más irreal de todos, qué se yo. Conforme se alejaba de mí su esencia, perdía también mi sumisión a ella.
Por eso siempre supe que no sería capaz de quererla a tiempo completo, pero ¿quién puede decir que aquel amor, limitado a la brevedad de los cuerpos, fuese inferior a cualquier otro? ¿Por qué para amar de verdad uno debe hacerlo todo el tiempo? Puedo jurar que la intensidad de sus minutos compensaba con creces la ausencia de sus horas, y para mí aquello siempre fue más importante que cualquier promesa de envejecer juntos.