lunes, 17 de junio de 2013

Bibi

Llevaba meses retorciéndome de miedo ante la decisión. Me dolían hasta los pulmones cuando me sentaba a escribir pros y contras, como en una película mala o ante la compra de una tele nueva. Sufría por no hacerle sufrir, y por el inevitable sufrimiento mío que acabaría llegando para acompañar al suyo. Y dormía poco, porque estaba bloqueada por mí misma, porque era incapaz de hacer lo que mejor se me daba: decidir. Cualquiera de las opciones acarreaba más ejercicios mentales.
Decidí llamar a Bibi, para que me blanquease la mente con su varita mágica, y me hiciera olvidar que tenía un problema. De la conversación recuerdo tres momentos, y no necesito más. Uno, te voy a decir qué te pasa, para que veas que no finges tan bien como crees, y que tu novio no es tan santo como lo pintas. Una vez liberada la bomba, cambio de tema brusco y frustrante. Paja y ruido de bromas ofensivas y chistes baratos antes de llegar al dos. Dos, si fuera al revés, tal vez él no hubiera esperando tanto. Un corte de línea, volver a marcar el número. Más saludos banales, más comentarios graciosos, o no tan graciosos, o desternillantes. Silencio. Gimoteo de asentimiento y rendición.
Siguió la conversación como siempre, como si no hubiera pasado nada, y una yo desarmada agarraba el auricular queriendo exprimir más sabiduría de la línea, pero sabía a ciencia cierta que los momentos de lucidez no se pueden provocar, y mucho menos en mi amigo. Quería odiarle por tener razón, o abrazarle por no tenerla. Y en algún momento estos impulsos se llegaron a mezclar y pude abrazarle por haberla tenido, y por haberla compartido conmigo en el momento indicado. Un amigo es quien te explica lo evidente con letras grandes y sencillas cuando no ves más allá de tu nariz. Un amigo es quien te suelta el tercer punto sin preocupación y con la naturalidad que merece: "a veces alguien se tiene que joder".  

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