miércoles, 13 de noviembre de 2013

Desde arriba

Cuando vivíamos en las alturas, en el límite del vértigo, ¿éramos entonces más sabios que ahora?
Sabíamos, desde luego, no aferrarnos a promesas de otros, a ejemplos insípidos de una vida aún inconclusa, a lo que la norma dicta para los jóvenes, y para los no tan jóvenes. Sabiamos que las enseñanzas del maestro hay que escucharlas, digerirlas y olvidarlas, sólo para volver a recuperarlas tras haber cometido el error, ¡y vaya si lo cometíamos!
No nos daba miedo sacrificar la felicidad de otros, ¿es eso sabiduría? Egoísmo, narcisismo, crueldad, dirán los viejos, ¡pero también honestidad! Yo no quiero ser infeliz para no oír tus lamentos, tan sólo tengo que intentar evitar los míos. Que no me duela querer, que no me culpe dejar de hacerlo. Que no me haga daño lo que antes me hizo bien.
Conocíamos los trucos infalibles y los remedios caseros para el dolor de conciencia. Aún no sabíamos fingir que habíamos dormido toda la noche, o estudiado todos los temas, o amado hasta el final. Y no nos permitíamos el lujo de prometer que lo haríamos en el futuro. 
Cuando dormíamos en sábanas usadas éramos más nobles, más auténticos. Descubríamos sin curiosidad ni prisa el sentido de la responsabilidad, la eludíamos y la machacábamos hasta convencernos de que nunca nos alcanzaría. Cambiábamos de casa, de ideas, de pareja y de orientación sexual, ¡nada dolía tanto como lo estático! Y nada era tan grave como parra arruinarnos la vida, al menos no todavía.

Nos cuentan ahora que hemos aterrizado, que ya no sobrevolamos nuestros tejados sino que habrá que empezar a madrugar para conservarlos. ¿Y qué hay de toda esa sabiduría inexperta, casi virgen? Habremos de olvidarnos de la verdad no adulterada, del simplismo. Del adjetivo sin matices. Pero por mucho que nos abrochen los cordones al cemento podemos seguir mirando hacia arriba. Acaso una vez de cada mil, solamente, cuando no nos baste con la infalible enseñanza del maestro. Cuando necesitemos, en fin, sabiduría de la de antes.

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