sábado, 23 de enero de 2010

Dijo que no, y al hacerlo, vio evaporarse todas las gotas de lluvia que no mojarían su ropa tendida. Sintió como se desenredaban sus dedos, y cómo se vaciaban sus bolsillos, antes llenos de manos ajenas. Notó ventilarse el olor a desayuno, el madrugón compartido, la incomodidad del sofá para dos. Vio derretirse el tacto de las paredes de una casa demasiado pequeña para dos, lo bastante grande para ellos dos. Y aunque le temblaba la barbilla, pronunció un “no” convincente, que sonaba a cierto.

La palabra mágica tuvo una vida breve. No dejó pasar más de un segundo desde que se formó la decisión en su conciencia hasta que la escupió sin miramientos. No esperó a que se gestara entre sus pensamientos, a que se formaran sus extremidades o a que se adaptase al medio que habría de dejar atrás. No quiso darle tiempo en su cabeza, porque sabía que de hacerlo, la palabra en cuestión ya no querría salir. Por eso, en cuanto la idea asomó debajo de su espeso flequillo, ya no hubo marcha atrás. Dijo no, y todavía no sabía si lo decía de verdad.

Solamente cuando renunció a la oferta con aquel sonoro “no”, tomó consciencia de lo que se estaba perdiendo. Estaba rechazando más de lo que era capaz de imaginar entonces. Tanto mejor, pensó, quiso pensar, se obligó a creer. Estaba canjeando una auténtica y asegurada felicidad por el mango de la sartén. Estaba condenándose a no aprender el camino de vuelta a un hogar que acababa de perder sin haber tenido.

Dijo que no, y al hacerlo, comprendió que no por ser dolor deja de ser amor, y no por ser lo correcto deja de ser sufrimiento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario