domingo, 12 de junio de 2011

Enemigos íntimos


Me fijaba en las yemas de sus dedos mientras iba devorando las fichas de mi lado del tablero; pensaba entonces en algo que acababa de leer en una novela japonesa que, por cierto, había detestado. Que hay cosas especiales que solo pueden tenerse en épocas especiales. Relaciones que nacen y mueren sin darnos cuenta, y una vez lo hacen, ya no se recuperan. Y entonces pasamos el resto de nuestra vida intentando resucitarlas.
Yo le miraba ganarme la partida y me negaba a aceptarlo, tan obstinada como el resto. 
La razón entonces irrumpió en nuestro juego, y comprendí que ya no soy rival para él. Tembló el primer cimiento, y se agrietó una pared. Me acordé de otro tiempo en que, aún perdiendo a las damas, siempre me mantenía invicta para él. Para ambos, tal vez. Y eso nos provocaba a los dos una atracción inexplicable, pero perfectamente comprensible. Era una fuerza tan inofensiva que, por algún extraño motivo, me recordaba a un anciano encorvado cruzando la calle. Aquella imagen no podía (ni quería) enamorarme, pero me enternecía de forma indecible. Me sentía protectora de su marcha, vigilante muda ante sus tropiezos, a la espera de que un día, tal vez, me necesitase de verdad.
Ni yo misma era consciente de lo que entonces éramos para el otro. Él, estoy segura, se ha dado cuenta tarde; yo demasiado pronto. Cuando dejamos de ser esenciales, se marchitó en nosotros un capítulo del pasado, ese en el que yo le intimido y él me intriga. Ahora somos más que conocidos, somos amigos tal vez, pero no somos lo de antes. Ya no somos contrincantes, eso es. Los vínculos entre rivales son más fuertes que entre hermanos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario