
No entiendes por qué zumba en tu oreja que ya no me acuerde de ti. Siempre estuviste segura de que un día termina exactamente a las doce en punto, se transforma en pasado, y ya no puede hacerte daño. Y esa ingenuidad que se disfraza de frío te hace a veces tiritar.
Sabes que no voy a regalarte el consuelo. Tú no me envidias, ni la envidias a ella, así que no te haré nunca ese favor. Pero aprender a olvidarte no fue un trabajo meticuloso, sino un acto reflejo. Pasadas las doce campanadas, ya no quedó cenicienta que perseguir, y yo me negué a ser el príncipe del plantón de cuento. No éramos especiales, ni mágicos, no teníamos banda sonora ni retocábamos las fotos para fingir eternidad. Éramos dos ansiosos intentado abrir una cerradura a oscuras.
Con la llave equivocada.
Así que dile a tu ego que deje de merodear vidas ajenas, ya no pinta nada ahí.
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